Maternidades diversas
Resumen
Hablar de maternidad es adentrarse en un territorio cargado de mitos, mandatos y silencios. La figura de la «buena madre» ha sido construida como aquella que se entrega sin medida, que no se queja, que concilia sin pedir nada a cambio y que encuentra en sus hijas e hijos el centro absoluto de su existencia. Este modelo, sostenido por estructuras patriarcales, ha marcado la vida de generaciones de mujeres.
Cuando se trata de madres de personas autistas, con o sin la presencia de otras coocurrencias, las tensiones pueden multiplicarse. No solo cargan con el ideal de la madre sacrificada, sino también con la responsabilidad de suplir la falta de apoyos y recursos adaptados y, en muchas ocasiones, la displicencia de la Administración. Para muchas, sus días se llenan de gestiones, terapias y cuidados intensivos que, más allá del amor, terminan erosionando su salud física y emocional. El obstáculo no es la condición de sus hijas e hijos, sino en una cultura capacitista y patriarcal que coloca todo el peso de los cuidados sobre ellas, sin reconocimiento ni sostén real.
Este artículo propone una mirada feminista y crítica sobre estas maternidades diversas, centrada en dos ejes principales: el impacto en la salud mental de las madres y la invisibilización de sus cuidados. Además, se apunta hacia los cuidados colectivos como horizonte transformador.
Marco feminista y social de la maternidad
La maternidad no es únicamente un hecho biológico, sino una construcción social. Simone de Beauvoir (1949) ya advertía que desde la infancia se prepara a las mujeres para concebir la maternidad como destino natural. Kate Millett (1969) denunciaba el mito de que toda mujer es una madre en potencia, mientras Adrienne Rich (1978) señalaba que la maternidad es «la gran desconocida», una institución atravesada por el control patriarcal.
En este contexto, Victoria Sau (1995) proponía desvincular la maternidad de lo puramente biológico para comprenderla como un hecho social, político y cultural. Patricia Merino (2017) añade que constituye el núcleo de la organización social, instrumentalizado por el patriarcado hasta borrar la feminidad de las mujeres tras la figura de la madre.
Para muchas madres de niños y niñas autistas, sus días se llenan de gestiones, terapias y cuidados intensivos que, más allá del amor, terminan erosionando su salud física y emocional.
Las consecuencias de este modelo son evidentes: la maternidad se convierte en un mandato en el que las mujeres deben encarnar un amor instintivo e incondicional, donde no hay espacio para la queja ni para la fragilidad. Esther Vivas (2021) denuncia que lo que convierte a la maternidad en una carga no es la experiencia en sí misma, sino el yugo patriarcal que la condiciona. En esta lógica, la madre «ideal» es aquella que asume el sacrificio como destino, y toda desviación del modelo genera culpa.
Este marco resulta aún más opresivo cuando se intersecta con la diversidad, con la neurodivergencia. Las madres de personas autistas enfrentan un doble mandato: el cultural, que exige perfección y entrega, y el capacitista, que responsabiliza a las familias de suplir los apoyos que la sociedad no ofrece y que, en muchas ocasiones, tampoco cuentan con la preparación para ofrecerlos desde el total respeto a la condición, ya sea por una falta de conocimiento que deben de aprender «sobre la marcha», acomodando sus propias ideas preconcebidas. Así, la maternidad diversa se convierte en un terreno donde se visibilizan las fisuras del modelo tradicional: amor y renuncia, resiliencia y agotamiento, crianza prolongada y educación, cuidado y pérdida de identidad conviven en tensión constante.
Estrés materno y salud mental en madres de personas autistas
La evidencia científica muestra que las madres de personas autistas experimentan niveles de estrés significativamente superiores a los de otras madres. Estudios comparativos (García, 2020; Mohamad et al., 2022; Padilla, Byrne y Álvarez, 2023) señalan que la exigencia de cuidados intensivos, sumada a la falta de recursos, deriva en un mayor riesgo de ansiedad, depresión y fatiga crónica.
El origen de este malestar no está únicamente en las dificultades, barreras y necesidades de apoyo que pueden presentarse en el autismo, sino en las condiciones sociales que rodean la crianza. Díaz y Ramírez (2022) subrayan que los cuidados de alta intensidad sin apoyos adecuados deterioran la salud psicológica de las madres. A esto se añaden la soledad, la falta de redes comunitarias y la sensación de que su labor nunca es suficiente.
Las madres de personas autistas enfrentan un doble mandato: el cultural, que exige perfección y entrega, y el capacitista, que responsabiliza a las familias de suplir los apoyos que la sociedad no ofrece.
Desde la perspectiva feminista, es imprescindible cuestionar el relato que asocia el sufrimiento materno exclusivamente a la discapacidad o del hijo o hija. Lo que desgasta a las madres es un entramado cultural que invisibiliza su esfuerzo, que naturaliza que su vida gire en torno a los cuidados y que las juzga cuando expresan cansancio o ambivalencia. Badinter (2011) y Donath (2016) han mostrado cómo el mito del amor materno incondicional genera culpa y silencio, impidiendo que muchas mujeres verbalicen el malestar que sienten.
En la práctica, esto se traduce en renuncias laborales, aislamiento social y desgaste emocional. Muchas mujeres deben reducir su jornada laboral o abandonar proyectos personales, no porque el amor hacia sus hijos e hijas sea insuficiente, sino porque la estructura social no contempla otra forma de sostener la vida. Como apunta Oliver (2022), aunque los cuidados han ganado protagonismo en el discurso feminista, aún no se han materializado en políticas públicas que alivien la carga de las cuidadoras.
En algunos testimonios de madres aparece con fuerza la sensación de vivir bajo una exigencia constante. Hablan de noches interminables, de la fatiga acumulada, de la renuncia a proyectos personales y de la presión social que las juzga incluso cuando hacen todo lo posible. Expresan que el amor hacia sus hijos e hijas es inmenso, pero que el peso de sostener solos cuidados tan intensivos acaba desgastando su salud física y emocional. Sus palabras ponen rostro y cuerpo a lo que muestran los datos: el estrés materno no es una estadística, sino una experiencia cotidiana marcada por la culpa, la soledad y el agotamiento.
El impacto en la salud mental de estas madres, por tanto, no es una cuestión individual, sino estructural. Sus síntomas no reflejan fragilidad personal, sino la consecuencia de un sistema que las coloca en soledad frente a responsabilidades desmedidas.
Invisibilización de los cuidados y consecuencias en su bienestar
El cuidado constituye una labor esencial para la sostenibilidad de la vida, pero históricamente ha sido relegado al ámbito privado y feminizado. En la práctica, esto significa que las mujeres han cargado con la mayor parte de las responsabilidades de crianza, dependencia y acompañamiento, sin que estas tareas sean reconocidas ni valoradas socialmente. Según datos recientes, el 88,2% de las personas cuidadoras no profesionales en España son mujeres (IMSERSO, 2025).
En el caso muchas de las madres de personas autistas, esta invisibilización se intensifica. Para ellas, sus días transcurren entre citas médicas, intervenciones psicopedagógicas, mediación en el ámbito escolar o educativo, gestiones burocráticas y administrativas, batallas por el reconocimiento y efectitidad de los derechos de sus hijos e hijas, así como acompañamientos que requieren una dedicación constante, entre otras circunstancias. Muchas expresan la pérdida de proyectos vitales, de espacios de ocio y de relaciones sociales. En estos casos, la maternidad se convierte en un espacio de renuncia personal donde la identidad de la mujer se diluye tras la figura de la «madre-cuidadora».
Desde el feminismo, la ética del cuidado ha planteado la necesidad de resignificar esta práctica, no como carga femenina, sino como responsabilidad colectiva. Autoras como Gilligan (1985) y Noddings (1984) han defendido el cuidado como un eje central de justicia social. Sin embargo, la realidad es que, no se han traducido en políticas públicas que respondan a las necesidades reales de las madres.
Las consecuencias emocionales de esta invisibilización son profundas: ansiedad, depresión, agotamiento y sentimientos de soledad. El sufrimiento de estas mujeres no es una cuestión individual, sino la expresión de un sistema que naturaliza su sacrificio. El malestar psíquico es, en este sentido, un síntoma de una estructura patriarcal y capacitista que invisibiliza tanto a las personas que reciben estos cuidados, las personas dentro del espectro y otras neurodivergencias así como a quienes sostienen estos cuidados.
Cuidados colectivos como alternativa
Frente a la soledad que produce la maternidad intensiva, las redes de apoyo y la sororidad se presentan como un horizonte de resistencia y alivio. Compartir vivencias con otras madres en espacios comunitarios permite legitimar emociones, romper silencios y resignificar la experiencia de cuidado.
Díaz y Ramírez (2022) señalan que la ausencia de programas públicos de apoyo ha reforzado la importancia de las redes informales. Aksamit y Badia (2022) muestran que cuando el apoyo se adapta a las necesidades reales de las madres, su autoestima y bienestar aumentan significativamente. Estos hallazgos evidencian que el cuidado compartido, aunque no elimine la carga, sí transforma su vivencia. Pero un el cuidado compartido no se trata únicamente de reuniones o sesiones en grupo terapéuticos, o de espacios de compartir.
Lo que desgasta a las madres es un entramado cultural que invisibiliza su esfuerzo, que naturaliza que su vida gire en torno a los cuidados y que las juzga cuando expresan cansancio o ambivalencia.
Los cuidados colectivos no son solo una estrategia práctica, sino también un horizonte político. Implican cuestionar el modelo patriarcal que privatiza el cuidado y reclamar que este se asuma como un bien común. En este sentido, las maternidades diversas nos recuerdan que cuidar no puede seguir siendo una tarea relegada a unas pocas mujeres, sino una responsabilidad compartida por toda la sociedad.
Hablar de cuidados compartidos y de corresponsabilidad no puede quedarse en un mero reparto doméstico de tareas. Aunque la implicación de los hombres y de la familia extensa es importante, la clave está en que, sin políticas públicas firmes, con presupuestos asignados y mecanismos de cumplimiento, los cuidados seguirán siendo privados, invisibles y feminizados. La experiencia de las madres de personas autistas muestra con claridad que la soledad en el cuidado no solo desgasta su salud física y mental, sino que también impacta en el desarrollo, la inclusión y la autonomía de sus hijas e hijos.
Cuando los apoyos existen, ya sea mediante servicios de respiro, asistencia personal, programas de inclusión educativa o redes comunitarias financiadas públicamente, las madres pueden recuperar espacios de vida propios y las personas autistas encuentran oportunidades reales de participación social. Por el contrario, en ausencia de corresponsabilidad institucional, la carga recae mayoritariamente en las madres, consolidando una injusticia estructural que condena a las personas autistas y sus madres al aislamiento y a la precariedad. Denunciar esta situación es imprescindible: los cuidados no pueden seguir dependiendo de la entrega silenciosa de unas pocas mujeres, sino que deben asumirse como una responsabilidad colectiva, garantizada por la Administración y respaldada con recursos suficientes. Solo así los cuidados dejarán de ser invisibles y se convertirán en un pilar de justicia social.
Avanzar hacia un cambio
La maternidad de mujeres con hijas e hijos autistas nos obliga a mirar más allá de los discursos idealizados sobre el amor materno. Lo que desgasta a estas madres no es el autismo en sí mismo, sino la falta de apoyos, la invisibilización de los cuidados y los mandatos patriarcales que las obligan a cargar en solitario con una responsabilidad en soledad y, en muchas ocasiones, desmesurada.
El impacto en su salud mental -expresado en estrés, ansiedad y depresión- no debe interpretarse como fragilidad personal, sino como el resultado de una estructura social injusta. El patriarcado y el capacitismo actúan de forma conjunta: uno exige sacrificio sin límite, el otro responsabiliza a las familias, principalmente a las madres, de suplir lo que la sociedad no garantiza.
Avanzar hacia un cambio estructural es imprescindible. Ello implica:
- Reconocer los cuidados como un pilar social, no como una carga privada.
- Desarrollar políticas públicas que garanticen apoyos reales a las personas autistas y su entorno familiar
- Promover redes comunitarias que rompan la soledad materna.
- Fomentar una cultura que valore la neurodiversidad y rechace los estigmas que aún pesan sobre la discapacidad, la salud mental y, especialmente, sobre la maternidad.
Esta y otras maternidades diversas nos muestran las fisuras del modelo hegemónico y nos interpelan a imaginar nuevas formas de organizar los cuidados. Hacer visible esta realidad no es solo un acto de justicia hacia las madres de personas autistas, sino un paso necesario para construir una sociedad más justa y corresponsable.
Este artículo se nutre de la investigación Maternidades diversas. Construcción del rol social en madres de personas autistas. Profundización teórica sobre la realidad materna y los cuidados invisibles [Trabajo de Final de Grado, Universidad Ramon Llull] (Sedeño, 2024), desarrollada en el ámbito académico de la Educación Social, que me permitió profundizar en la construcción del rol social de las madres de personas autistas y en la invisibilización de los cuidados.
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