Cuando se cierran todas las puertas
Mi historia es muy común. Nada especial ni diferente a la de muchas familias que padecen cuando uno de sus miembros empieza a demostrar conductas que ponen su vida en riesgo y, una vez identificado, no se deja tratar con facilidad.
Como no es especial, enumeraré las partes comunes que mi familia vivió ante esta situación: primeros diagnósticos o etiquetas (que si un posible TDAH sin diagnosticar, que si un trastorno límite de la personalidad); llamadas a diferentes puertas que te envían a uno o a otro especialista; medicaciones que no se quiere tomar; una vuelta a empezar: ahora parece que sí, pero no, etc.
Las puertas, durante un tiempo, y en aras de que la persona era menor de edad, iban girando en bucle, como las puertas giratorias de los grandes edificios en los que acabas perdido y mareado.
El dolor de la persona va expandiéndose en la familia como una pandemia para la que no hay vacuna alguna: insomnios, impotencias, incomprensión, enfados, tensión, bloqueos… Acabamos todos tomando más medicación para soportar, para bloquear un dolor intenso, que se adhiere en el cuerpo y en el alma, aunque algunos no crean en su existencia. Muriendo poco a poco de pena en vida.
Pero cuando la persona alcanza la mayoría de edad, a la familia se le cierran todas las puertas, porque existe un precepto fulminante que impide abrirlas: la confidencialidad del que alcanza la capacidad jurídica de obrar. La persona mayor de edad tiene la responsabilidad de tomar sus propias decisiones, aunque no siempre estemos de acuerdo con ellas o los hechos demuestres que son decisiones equivocadas. Si no quiere tratarse no hay nada qué hacer, sólo esperar a que él mismo decida ir. A las familias nos queda la resignación y las asociaciones de ayuda mutua; aprender a convivir con el dolor y asumirlo.
En uno de esos intentos de vuelta a empezar (que acabó como siempre en que parecía que sí, pero al final fue que no se dejó tratar) encontré a un profesional que se ofreció a tratar a la familia, aunque él no quisiera. Una puerta que se nos abrió y entramos sin vacilar.
Se nos brindó un espacio donde pudimos vaciar el dolor, liberarnos del sentimiento de culpa, poner en orden nuestra mente y, finalmente, construir alternativas de respuestas a sus conductas persistentes, que repetíamos una y otra vez porque no sabíamos encontrar otras diferentes, de tanto bloqueo emocional y mental que padecimos a lo largo del tiempo.
Se abrió un espacio donde pudimos vaciar el dolor, liberarnos del sentimiento de culpa y, finalmente, construir alternativas de respuestas a sus conductas persistentes
En el proceso de atención a la familia, las cosas fueron cambiando. El profesional nos acompañó y fuimos fortaleciéndonos (con muchos miedos, porque comprendíamos que teníamos que hacer cosas que nos daban pánico), recuperando el amor propio y construyendo estrategias que nos iba mostrando cómo responder de forma diferente. De esta manera, observamos cómo la persona afectada también empezó a cambiar.Cuando el universo interno de la familia cambia, la persona que hace padecer y padece, lo hace también.
Vivimos en una sociedad que excluye al que no encaja. Paradójicamente, los sistemas de salud existen para ayudarlos a incluirse, pero sólo si se dejan ayudar, de lo contrario, también forman parte de la exclusión.
Se olvidan frecuentemente de alternativas donde sí pueden influir: las familias, el sistema núcleo que sostienen los embistes de la exclusión. Suelen ser puertas que se mantienen abiertas pidiendo ayuda.
Profesionales, entrad sin miedo, sin excusas. En nosotras, las familias, hay un poder que perdimos pero que podéis ayudarnos a recuperar. Y así, ayudáis a la persona que no se quiere tratar. La confidencialidad no está reñida con la ayuda y acompañamiento que podéis hacer a las familias.
Teléfono de la Esperanza 93 414 48 48
Si sufres de soledad o pasas por un momento dífícil, llámanos.